Blogia
Uigui: un nombre al azar

cuentos

Nadando

Nadando Podría haber trabajado de otra cosa pero no se arrepentía de su trabajo. No tenía hijos ni esposa pero se consideraba feliz, claro que dentro de lo normal, porque hay veces en que nos queremos tirar al agua y que sea lo que Dios quiera. Se podría decir que aquél era uno de esos momentos pero no, él estaba tranquilo, fumando, mirando lo que algunos consideran el cielo, reino de lo bueno, y él consideraba aquello que lo limitaba a mantenerse en su propio mundo. Por su mente pasó la imagen de una foca, inexplicablemente la imagen de una foca tomando sol.
Él había estado allí desde que tenía memoria. Iba y venía, iba y venía. Siempre con problemas, pero si no hubiera habido problemas, él no tendría trabajo. Se paseaba siempre por los pisos de madera que tanto le agradaban y que en cambiio a sus compañeros les parecía una "berretada", una reverenda porquería con todas las letras. Pero él siempre había sido distinto del resto, y no le molestaba. Sus amigos iban a la escuela y él, no; sus amigos se casaban y él, no. Pero en cambio andaba humildemente transitando la vida, procurando ser de esos que no hacen ruido, que no molestan pero siendo importante a la vez, formando el sustento de los ruidosos y los molestos. Él no se comparaba con el pez sino con el agua. No se comparaba con el ave sino con su vuelo. Y era feliz. Normalmente feliz. Feliz, de ésos que aunque sientan el impulso, no se tiran al agua, porque son el agua. Son el vuelo. De esos que no son el barco sino el marinero.

Se ahogó

-Si ella no vive, no sé vivir. Si ella no habla, no sé hablar. Si ella no sonríe, de qué me voy a reir-
-No, esa letra no me gusta, a ver, Antonio, ¿Cuándo vas a usar un poquito el cerebro? Date cuenta, date cuenta de que sos un fracaso. Yo ni dos mangos te daría por esa poesía berreta. Haceme el favor de irte. Sí, andate a fumar un pucho y despejate aunque ¡Bah! igual no sirve. Tu poesía no me sirve.-
Y Antonio se siente frustrado. Pero no frustrado como artista, sino como hombre, porque sabe que el poema representa lo que siente. Y entonces sus sentimientos son así de berretas. Él parece que no sufrió nada, que no vivó nada, que no sabe nada. Sale de la habitación aquella con olor a humedad y oscura, tan oscura. Claro, allí reina la muerte. Ahí dentro un poeta no puede escribir sobre flores y colores. Lo que vive Antonio es siempre lo mismo sólo que acorde con el lugar donde esté lo ve distinto. Lo siente distinto. Lo escribe distinto. Abre la puerta del edificio. Se ve que la muerte de Carina es tan berreta como el poema. Prende un pucho. Porque esas cosas no se venden. Plata. Eso es lo que Antonio necesita y qué asco este hombre que sin saber su vida le dice que lo que siente no vale ni dos mangos. Camina. Si lo que siente es tan común, es tan tonto, es tan berreta, para qué seguir sintiendo. A nadie le importa ya y a ese gordo infeliz, jamás le ha importado. Pero Antonio aguanta. Un día soleado y el silencio reinante. Una ventana, quizá un revólver...

Nadando

Nadando Podría haber trabajado de otra cosa pero no se arrepentía de su trabajo. No tenía hijos ni esposa pero se consideraba feliz, claro que dentro de lo normal, porque hay veces en que nos queremos tirar al agua y que sea lo que Dios quiera. Se podría decir que aquél era uno de esos momentos pero no, él estaba tranquilo, fumando, mirando lo que algunos consideran el cielo, reino de lo bueno, y él consideraba aquello que lo limitaba a mantenerse en su propio mundo. Por su mente pasó la imagen de una foca, inexplicablemente la imagen de una foca tomando sol.
Él había estado allí desde que tenía memoria. Iba y venía, iba y venía. Siempre con problemas, pero si no hubiera habido problemas, él no tendría trabajo. Se paseaba siempre por los pisos de madera que tanto le agradaban y que en cambiio a sus compañeros les parecía una "berretada", una reverenda porquería con todas las letras. Pero él siempre había sido distinto del resto, y no le molestaba. Sus amigos iban a la escuela y él, no; sus amigos se casaban y él, no. Pero en cambio andaba humildemente transitando la vida, procurando ser de esos que no hacen ruido, que no molestan pero siendo importante a la vez, formando el sustento de los ruidosos y los molestos. Él no se comparaba con el pez sino con el agua. No se comparaba con el ave sino con su vuelo. Y era feliz. Normalmente feliz. Feliz, de ésos que aunque sientan el impulso, no se tiran al agua, porque son el agua. Son el vuelo. De esos que no son el barco sino el marinero.

Se ahogó

-Si ella no vive, no sé vivir. Si ella no habla, no sé hablar. Si ella no sonríe, de qué me voy a reir-
-No, esa letra no me gusta, a ver, Antonio, ¿Cuándo vas a usar un poquito el cerebro? Date cuenta, date cuenta de que sos un fracaso. Yo ni dos mangos te daría por esa poesía berreta. Haceme el favor de irte. Sí, andate a fumar un pucho y despejate aunque ¡Bah! igual no sirve. Tu poesía no me sirve.-
Y Antonio se siente frustrado. Pero no frustrado como artista, sino como hombre, porque sabe que el poema representa lo que siente. Y entonces sus sentimientos son así de berretas. Él parece que no sufrió nada, que no vivó nada, que no sabe nada. Sale de la habitación aquella con olor a humedad y oscura, tan oscura. Claro, allí reina la muerte. Ahí dentro un poeta no puede escribir sobre flores y colores. Lo que vive Antonio es siempre lo mismo sólo que acorde con el lugar donde esté lo ve distinto. Lo siente distinto. Lo escribe distinto. Abre la puerta del edificio. Se ve que la muerte de Carina es tan berreta como el poema. Prende un pucho. Porque esas cosas no se venden. Plata. Eso es lo que Antonio necesita y qué asco este hombre que sin saber su vida le dice que lo que siente no vale ni dos mangos. Camina. Si lo que siente es tan común, es tan tonto, es tan berreta, para qué seguir sintiendo. A nadie le importa ya y a ese gordo infeliz, jamás le ha importado. Pero Antonio aguanta. Un día soleado y el silencio reinante. Una ventana, quizá un revólver...

Se ahogó

-Si ella no vive, no sé vivir. Si ella no habla, no sé hablar. Si ella no sonríe, de qué me voy a reir-
-No, esa letra no me gusta, a ver, Antonio, ¿Cuándo vas a usar un poquito el cerebro? Date cuenta, date cuenta de que sos un fracaso. Yo ni dos mangos te daría por esa poesía berreta. Haceme el favor de irte. Sí, andate a fumar un pucho y despejate aunque ¡Bah! igual no sirve. Tu poesía no me sirve.-
Y Antonio se siente frustrado. Pero no frustrado como artista, sino como hombre, porque sabe que el poema representa lo que siente. Y entonces sus sentimientos son así de berretas. Él parece que no sufrió nada, que no vivó nada, que no sabe nada. Sale de la habitación aquella con olor a humedad y oscura, tan oscura. Claro, allí reina la muerte. Ahí dentro un poeta no puede escribir sobre flores y colores. Lo que vive Antonio es siempre lo mismo sólo que acorde con el lugar donde esté lo ve distinto. Lo siente distinto. Lo escribe distinto. Abre la puerta del edificio. Se ve que la muerte de Carina es tan berreta como el poema. Prende un pucho. Porque esas cosas no se venden. Plata. Eso es lo que Antonio necesita y qué asco este hombre que sin saber su vida le dice que lo que siente no vale ni dos mangos. Camina. Si lo que siente es tan común, es tan tonto, es tan berreta, para qué seguir sintiendo. A nadie le importa ya y a ese gordo infeliz, jamás le ha importado. Pero Antonio aguanta. Un día soleado y el silencio reinante. Una ventana, quizá un revólver...

Se ahogó

-Si ella no vive, no sé vivir. Si ella no habla, no sé hablar. Si ella no sonríe, de qué me voy a reir-
-No, esa letra no me gusta, a ver, Antonio, ¿Cuándo vas a usar un poquito el cerebro? Date cuenta, date cuenta de que sos un fracaso. Yo ni dos mangos te daría por esa poesía berreta. Haceme el favor de irte. Sí, andate a fumar un pucho y despejate aunque ¡Bah! igual no sirve. Tu poesía no me sirve.-
Y Antonio se siente frustrado. Pero no frustrado como artista, sino como hombre, porque sabe que el poema representa lo que siente. Y entonces sus sentimientos son así de berretas. Él parece que no sufrió nada, que no vivó nada, que no sabe nada. Sale de la habitación aquella con olor a humedad y oscura, tan oscura. Claro, allí reina la muerte. Ahí dentro un poeta no puede escribir sobre flores y colores. Lo que vive Antonio es siempre lo mismo sólo que acorde con el lugar donde esté lo ve distinto. Lo siente distinto. Lo escribe distinto. Abre la puerta del edificio. Se ve que la muerte de Carina es tan berreta como el poema. Prende un pucho. Porque esas cosas no se venden. Plata. Eso es lo que Antonio necesita y qué asco este hombre que sin saber su vida le dice que lo que siente no vale ni dos mangos. Camina. Si lo que siente es tan común, es tan tonto, es tan berreta, para qué seguir sintiendo. A nadie le importa ya y a ese gordo infeliz, jamás le ha importado. Pero Antonio aguanta. Un día soleado y el silencio reinante. Una ventana, quizá un revólver...

Nadando

Nadando Podría haber trabajado de otra cosa pero no se arrepentía de su trabajo. No tenía hijos ni esposa pero se consideraba feliz, claro que dentro de lo normal, porque hay veces en que nos queremos tirar al agua y que sea lo que Dios quiera. Se podría decir que aquél era uno de esos momentos pero no, él estaba tranquilo, fumando, mirando lo que algunos consideran el cielo, reino de lo bueno, y él consideraba aquello que lo limitaba a mantenerse en su propio mundo. Por su mente pasó la imagen de una foca, inexplicablemente la imagen de una foca tomando sol.
Él había estado allí desde que tenía memoria. Iba y venía, iba y venía. Siempre con problemas, pero si no hubiera habido problemas, él no tendría trabajo. Se paseaba siempre por los pisos de madera que tanto le agradaban y que en cambiio a sus compañeros les parecía una "berretada", una reverenda porquería con todas las letras. Pero él siempre había sido distinto del resto, y no le molestaba. Sus amigos iban a la escuela y él, no; sus amigos se casaban y él, no. Pero en cambio andaba humildemente transitando la vida, procurando ser de esos que no hacen ruido, que no molestan pero siendo importante a la vez, formando el sustento de los ruidosos y los molestos. Él no se comparaba con el pez sino con el agua. No se comparaba con el ave sino con su vuelo. Y era feliz. Normalmente feliz. Feliz, de ésos que aunque sientan el impulso, no se tiran al agua, porque son el agua. Son el vuelo. De esos que no son el barco sino el marinero.

Ciclo vital de los peces

Ciclo vital de los peces Cuando Mario y Elsa se conocieron, fue por casualidad, como la mayoría de relaciones que duran. Elsa era joven y él también. Para mí, eran viejos los dos, pero Elsa me decía que eran jóvenes. Jóvenes. Y que la juventud y que la belleza y que Dorian Gray y bla bla bla. Me curaba una caries y me iba. Una muela y me iba. Y mientras la juventud, el cepillo de dientes y el narcisismo. Después de esas sesiones que parecían eternas, donde se violaba la integridad de mi boca, con bichitos y todo, no me quedaba otra que mirarme al espejo y sentirme fea.
Los jóvenes tenemos suerte, porque entendemos todo sin que nos lo digan, pero los grandes piensan que no nos damos cuenta de nada. Mocosos ignorantes e ingenuos. Pero tenemos algo que ellos no: juventud.
A mí lo de la juventud ni me va ni me viene, pero cuando Elsa y Mario empezaron a tener problemas, me di cuenta enseguida.
Primero porque Mario atendía el teléfono con una voz que ni te cuento. Segundo porque la sala de espera no estaba tan prolija como siempre y además los peces se habían muerto allá en lo alto del estante.
Lo que pasa es que Elsa atendía en la casa. Un extraño anexo entre el consultorio y su hogar me permitió percatarme de las anormalidades que en realidad eran normales de lo que era anormal desde un principio y que ellos suponían normal.
No, que estuviera todo así en la casa de Elsa pasó inadvertido para mi madre, pero yo veía que ya no todo era lo de antes.
Según Elsa les había llegado la vejez. Eso me dijo en un intento de explicar el cuerpo de pez muerto flotando sobre el agua verdosa que evidentemente no había sido limpiada en días. Igual, para mí, siempre habían sido viejos. Pero viejos como para dejar morir al pez, no.
Lo peor era que no se daban cuenta, o no querían darse cuenta, de que necesitaban ayuda.
Yo, dice mi mamá, como muchos caramelos y por eso tenía que ir a lo de Elsa y Mario cada dos semanas. Pero llegó un momento en el que yo hacía de su terapeuta, de su almohada (digo almohada porque a mí siempre me aconsejan que antes de tomar grandes decisiones lo consulte con mi almohada). Ella me curaba las caries y era como automático, yo veía en sus ojos que no estaba pensando en el torno sino en Mario, y en los peces.
Me contaba las barbaridades que hacía Mario. Y el pobre Mario iba y venía por la casa atendiendo el teléfono sin ganas. Yo creo que quería dejar todo e irse a vivir al campo. Sí, al campo, porque en el consultorio aademás de moldes de dentaduras que parecían sacadas de una calavera, había fotos enmarcadas de Mario andando a caballo, ordeñanado vacas y todo eso.
Y yo, yo me daba cuenta de que su amor estaba muerto. Me daba cuenta, no pese a mi juventud sino gracias a ella.

¡Y aún dicen que el pescado es caro!

¡Y aún dicen que el pescado es caro! Cuando Gerardo se despertó esa mañana no sabía ni donde estaba ni quién era.
Sí, Gerardo, pero Gerardos hay muchos. En su departamento, pero departamentos hay tantos...
Ni cuando vio la pintura, ese cuadro tan sin sentido pudo establecer una relación entre su vida y aquel nombre, aquel departamento.
Caminó por los pastizales hasta encontrarla. Aquella flor azul de espinas rojas.
Torpemente se cortó. Sí, se cortó, y sangró. Y pensó que cada espina roja era una vida que la flor había salvado. Llevó la flor hasta la habitación y se la dio a su cumpañero, a quien debía llamar para arreglar la reunión de trabajo que se aproximaba.
Tomó el celular y marcó. Sin pensar, sin sentir, sin recordar llamó a Mateo, que atendió con una voz de agotamiento, de haberse sometido a más presión de la que podía soportar.
Y entonces Gerardo ya no recordó quién era Mateo. Era Mateo, su amigo, pero en la gran ciudad las almas se mezclan y esta voz era tan ajena.
Pero tenía la flor. Y en la flor brotaría pronto otra espina. Porque lo iban a salvar. El doctor analizó la flor largo rato mientras él, moribundo, se quejaba y murmuraba palabras de odio. Entonces Gerardo le cortó. Para qué escuchar a alguien que desconoce agredir a otro desconocido.
Y de la reunión ya se había olvidado. ¿Qué reunión? ¿Con quién? Y con el fin de recordar, buscó. Pero no encontró memoria alguna en aquel río, en aquella laguna sin peces.
Pero lo único que le importaba en ese momento era la flor. ¿Cómo una planta podía hacer tan bien a una persona? Parecía tan boba la flor en quella situación de vida o muerte en la que Gerardo no había olvidado sino que nunca se había tomado la molestia de recordar. Y se encontró a sí mismo caminando hacia ningún lugar, preguntándose aún si aquel antídoto hecho con las escamas del pez dorado no sería mejor.
Una flor. Las flores sólo sirven para ser bellas, para atraer a las abejas, para deleitarnos con sus olores, para alimentar a las ovejas. Le preguntó al doctor si no sería mejor tratar con aquel antídoto, con aquel pescado. Pero el doctor dijo que no, que la flor, que no y que la flor.
Horas estuvo caminando por esas calles que tantas veces había cruzado sin acordarse. Y Mateo y esa voz que decía cosas que Mateo nunca diría y que sentía la presión que Mateo jamás sentiría dolor, porque esa flor era todopoderosa. Mentira. El pez era mejor y él lo sabía. Entonces sin decir nada se fue a la orilla del río a tratar de encontrar el pez dorado. Y lo vio, brillando como ningún otro pez en el río y recordó, se recordó de pequeño, cuando jugaba. Recordó cuando se recibió en la universidad y se acordó de su primer trabajo.
Y sonrió, porque en la gran ciudad las almas se mezclan, pero su alma le había vuelto al cuerpo.

Aguas calmas

Aguas calmas Se despertó un día afligido. Lo invadía una combinación de angustia y odio. Una lágrima cayó suavemente y en silencio por su mejilla. Había sido una noche agotadora.
Todo había empezado cuando Ana, una extranjera, se había acercado al palacio. Desde ese momento fue todo un desastre. Se desataron guerras, se sucedieron las muertes. Y Ana seguía ahí, atrayendo los problemas como un imán en medio de mucho tornillos. Hasta desastres naturales. Terremotos, tormentas de nieve terribles.
Pero lo que había sucedido aquella noche no se lo perdonaría. Nicolás se levantó de la cama y miró a Ana, durmiendo tan tranquila. Hasta le pareció divisar en su rostro una leve sonrisa de satisfacción que Nicolás encontraba insoportable. Sabía que ella no merecía estar en esa habitación del palacio.
Entró a darse un baño y se le retorcían las entrañas por el hambre, el terrible hambre que estaba sintiendo por no haber cenado aquella noche.
Fue entonces a tomar sus medicamentos. Claro que ninguno servía y que a la larga terminarían matándolo. Pero todos mueren de algo y él tomaba las pastillas todas las santas mañanas.
-¡Nicolás!- escuchó. Era Ana, en la habitación. Su voz lo irritaba, se le hacía verdaderamente insoportable oírla.
La mataría. Incluso si no era en ese momento la mataría por el bien de su gente. Si no lo hacía, él moriría, porque esa mujer era veneno y él ya estaba demasiado intoxicado.
Tomó un cuchillo y fue a la habitación para encontrarse en una situación que ya tantas veces había pensado.
Y el silencio.

Se ahogó

-Si ella no vive, no sé vivir. Si ella no habla, no sé hablar. Si ella no sonríe, de qué me voy a reir-
-No, esa letra no me gusta, a ver, Antonio, ¿Cuándo vas a usar un poquito el cerebro? Date cuenta, date cuenta de que sos un fracaso. Yo ni dos mangos te daría por esa poesía berreta. Haceme el favor de irte. Sí, andate a fumar un pucho y despejate aunque ¡Bah! igual no sirve. Tu poesía no me sirve.-
Y Antonio se siente frustrado. Pero no frustrado como artista, sino como hombre, porque sabe que el poema representa lo que siente. Y entonces sus sentimientos son así de berretas. Él parece que no sufrió nada, que no vivó nada, que no sabe nada. Sale de la habitación aquella con olor a humedad y oscura, tan oscura. Claro, allí reina la muerte. Ahí dentro un poeta no puede escribir sobre flores y colores. Lo que vive Antonio es siempre lo mismo sólo que acorde con el lugar donde esté lo ve distinto. Lo siente distinto. Lo escribe distinto. Abre la puerta del edificio. Se ve que la muerte de Carina es tan berreta como el poema. Prende un pucho. Porque esas cosas no se venden. Plata. Eso es lo que Antonio necesita y qué asco este hombre que sin saber su vida le dice que lo que siente no vale ni dos mangos. Camina. Si lo que siente es tan común, es tan tonto, es tan berreta, para qué seguir sintiendo. A nadie le importa ya y a ese gordo infeliz, jamás le ha importado. Pero Antonio aguanta. Un día soleado y el silencio reinante. Una ventana, quizá un revólver...

Se ahogó

-Si ella no vive, no sé vivir. Si ella no habla, no sé hablar. Si ella no sonríe, de qué me voy a reir-
-No, esa letra no me gusta, a ver, Antonio, ¿Cuándo vas a usar un poquito el cerebro? Date cuenta, date cuenta de que sos un fracaso. Yo ni dos mangos te daría por esa poesía berreta. Haceme el favor de irte. Sí, andate a fumar un pucho y despejate aunque ¡Bah! igual no sirve. Tu poesía no me sirve.-
Y Antonio se siente frustrado. Pero no frustrado como artista, sino como hombre, porque sabe que el poema representa lo que siente. Y entonces sus sentimientos son así de berretas. Él parece que no sufrió nada, que no vivó nada, que no sabe nada. Sale de la habitación aquella con olor a humedad y oscura, tan oscura. Claro, allí reina la muerte. Ahí dentro un poeta no puede escribir sobre flores y colores. Lo que vive Antonio es siempre lo mismo sólo que acorde con el lugar donde esté lo ve distinto. Lo siente distinto. Lo escribe distinto. Abre la puerta del edificio. Se ve que la muerte de Carina es tan berreta como el poema. Prende un pucho. Porque esas cosas no se venden. Plata. Eso es lo que Antonio necesita y qué asco este hombre que sin saber su vida le dice que lo que siente no vale ni dos mangos. Camina. Si lo que siente es tan común, es tan tonto, es tan berreta, para qué seguir sintiendo. A nadie le importa ya y a ese gordo infeliz, jamás le ha importado. Pero Antonio aguanta. Un día soleado y el silencio reinante. Una ventana, quizá un revólver...

Nadando

Nadando Podría haber trabajado de otra cosa pero no se arrepentía de su trabajo. No tenía hijos ni esposa pero se consideraba feliz, claro que dentro de lo normal, porque hay veces en que nos queremos tirar al agua y que sea lo que Dios quiera. Se podría decir que aquél era uno de esos momentos pero no, él estaba tranquilo, fumando, mirando lo que algunos consideran el cielo, reino de lo bueno, y él consideraba aquello que lo limitaba a mantenerse en su propio mundo. Por su mente pasó la imagen de una foca, inexplicablemente la imagen de una foca tomando sol.
Él había estado allí desde que tenía memoria. Iba y venía, iba y venía. Siempre con problemas, pero si no hubiera habido problemas, él no tendría trabajo. Se paseaba siempre por los pisos de madera que tanto le agradaban y que en cambiio a sus compañeros les parecía una "berretada", una reverenda porquería con todas las letras. Pero él siempre había sido distinto del resto, y no le molestaba. Sus amigos iban a la escuela y él, no; sus amigos se casaban y él, no. Pero en cambio andaba humildemente transitando la vida, procurando ser de esos que no hacen ruido, que no molestan pero siendo importante a la vez, formando el sustento de los ruidosos y los molestos. Él no se comparaba con el pez sino con el agua. No se comparaba con el ave sino con su vuelo. Y era feliz. Normalmente feliz. Feliz, de ésos que aunque sientan el impulso, no se tiran al agua, porque son el agua. Son el vuelo. De esos que no son el barco sino el marinero.

Ciclo vital de los peces

Ciclo vital de los peces Cuando Mario y Elsa se conocieron, fue por casualidad, como la mayoría de relaciones que duran. Elsa era joven y él también. Para mí, eran viejos los dos, pero Elsa me decía que eran jóvenes. Jóvenes. Y que la juventud y que la belleza y que Dorian Gray y bla bla bla. Me curaba una caries y me iba. Una muela y me iba. Y mientras la juventud, el cepillo de dientes y el narcisismo. Después de esas sesiones que parecían eternas, donde se violaba la integridad de mi boca, con bichitos y todo, no me quedaba otra que mirarme al espejo y sentirme fea.
Los jóvenes tenemos suerte, porque entendemos todo sin que nos lo digan, pero los grandes piensan que no nos damos cuenta de nada. Mocosos ignorantes e ingenuos. Pero tenemos algo que ellos no: juventud.
A mí lo de la juventud ni me va ni me viene, pero cuando Elsa y Mario empezaron a tener problemas, me di cuenta enseguida.
Primero porque Mario atendía el teléfono con una voz que ni te cuento. Segundo porque la sala de espera no estaba tan prolija como siempre y además los peces se habían muerto allá en lo alto del estante.
Lo que pasa es que Elsa atendía en la casa. Un extraño anexo entre el consultorio y su hogar me permitió percatarme de las anormalidades que en realidad eran normales de lo que era anormal desde un principio y que ellos suponían normal.
No, que estuviera todo así en la casa de Elsa pasó inadvertido para mi madre, pero yo veía que ya no todo era lo de antes.
Según Elsa les había llegado la vejez. Eso me dijo en un intento de explicar el cuerpo de pez muerto flotando sobre el agua verdosa que evidentemente no había sido limpiada en días. Igual, para mí, siempre habían sido viejos. Pero viejos como para dejar morir al pez, no.
Lo peor era que no se daban cuenta, o no querían darse cuenta, de que necesitaban ayuda.
Yo, dice mi mamá, como muchos caramelos y por eso tenía que ir a lo de Elsa y Mario cada dos semanas. Pero llegó un momento en el que yo hacía de su terapeuta, de su almohada (digo almohada porque a mí siempre me aconsejan que antes de tomar grandes decisiones lo consulte con mi almohada). Ella me curaba las caries y era como automático, yo veía en sus ojos que no estaba pensando en el torno sino en Mario, y en los peces.
Me contaba las barbaridades que hacía Mario. Y el pobre Mario iba y venía por la casa atendiendo el teléfono sin ganas. Yo creo que quería dejar todo e irse a vivir al campo. Sí, al campo, porque en el consultorio aademás de moldes de dentaduras que parecían sacadas de una calavera, había fotos enmarcadas de Mario andando a caballo, ordeñanado vacas y todo eso.
Y yo, yo me daba cuenta de que su amor estaba muerto. Me daba cuenta, no pese a mi juventud sino gracias a ella.

Energía Hidráulica

Energía Hidráulica Un día, unos chicos se juntaron. Vieja costumbre impuesta por sus padres, que también se juntaban.
-Sucede que algunos días me siento triste.- dijo el primero. El amargo de Antonio le respondió que no le importaba. Entonces, el solitario chico que había hablado primero, Juan Carlos, comenzó a derramar cristalinas lágrimas de sus misteriosos ojos. Cayetano, que era santo, le dijo a Juan Carlos que no se preocupara, que Antonio era muy omnipotente, que se creía inmortal y además era re-vanidoso. Cayetano parecía ser el amigo soñado, el amigo ideal, era realmente brillante cómo lograba hacer que hasta el más alterado se quedara tranquilo.
En eso, intervino Pablo, un chico silencioso que habían conocido algún año. De todo era el más bajo.
-No, Antonio es el iluminado.
Todos se dieron vuelta sorprendidos, Antonio inclusive.
-¡Estás loco!- gritó
-No, no está loco- dijo Cayetano, sacando un arma y disparándole reiteradamente a Antonio.
Entonces, inesperadamente, los alumbró una luz tenue.

Shui y Tu

Shui y Tu Cuando fue a visitarla no estaba. Dijo Osvaldo que se había ido a la playa. Entonces decidió quedarse un rato con él. No era mala persona en realidad. Un tanto inmaduro se podría decir. La mala era ella. Todos la querían pero se notaba la maldad en sus venas, las miradas despectivas, ese aire de venganza. Después de unos mates, conversaciones sobre fútbol y música cayó rendida a sus pies. Cómo podía ser que aquella mujer tuviera a ese hombre. Tenía que ser suyo.
Se fue, pero volvió. Iba ahora diariamente a ver a Osvaldo, a verlo sonreír y a escucharlo tocar música. Pero él seguía con ella, aunque no por mucho tiempo. Poco a poco fue ganándose su confianza, conquistándolo lentamente.
Y un día se enteró de que la había dejado. La felicidad qe sintió duró por lo que parecía una eternidad. Un mes después Osvaldo le confesó su amor. Le dijo que había sido un error haberse juntado con ella y que nunca amaría a nadie como estaba amando en ese momento.
Juntos construyeron castillos, puentes, reinos de los que fueron reyes. Pero en toda historia de castillos, puentes y reinos, hay un dragón. Y ella contratacó.
Poco a poco lo recuperó, imitando quizá la técnica con que se lo habían robado. Osvaldo cayó como había caido antes en sus garras.
Entonces se fue con ella dejando atrás aquel castillo donde había sido tan feliz. Dejando atrás un puente y un reino que se inundó de lágrimas y de sangre.

Aguas calmas

Aguas calmas Se despertó un día afligido. Lo invadía una combinación de angustia y odio. Una lágrima cayó suavemente y en silencio por su mejilla. Había sido una noche agotadora.
Todo había empezado cuando Ana, una extranjera, se había acercado al palacio. Desde ese momento fue todo un desastre. Se desataron guerras, se sucedieron las muertes. Y Ana seguía ahí, atrayendo los problemas como un imán en medio de mucho tornillos. Hasta desastres naturales. Terremotos, tormentas de nieve terribles.
Pero lo que había sucedido aquella noche no se lo perdonaría. Nicolás se levantó de la cama y miró a Ana, durmiendo tan tranquila. Hasta le pareció divisar en su rostro una leve sonrisa de satisfacción que Nicolás encontraba insoportable. Sabía que ella no merecía estar en esa habitación del palacio.
Entró a darse un baño y se le retorcían las entrañas por el hambre, el terrible hambre que estaba sintiendo por no haber cenado aquella noche.
Fue entonces a tomar sus medicamentos. Claro que ninguno servía y que a la larga terminarían matándolo. Pero todos mueren de algo y él tomaba las pastillas todas las santas mañanas.
-¡Nicolás!- escuchó. Era Ana, en la habitación. Su voz lo irritaba, se le hacía verdaderamente insoportable oírla.
La mataría. Incluso si no era en ese momento la mataría por el bien de su gente. Si no lo hacía, él moriría, porque esa mujer era veneno y él ya estaba demasiado intoxicado.
Tomó un cuchillo y fue a la habitación para encontrarse en una situación que ya tantas veces había pensado.
Y el silencio.

¡Y aún dicen que el pescado es caro!

¡Y aún dicen que el pescado es caro! Cuando Gerardo se despertó esa mañana no sabía ni donde estaba ni quién era.
Sí, Gerardo, pero Gerardos hay muchos. En su departamento, pero departamentos hay tantos...
Ni cuando vio la pintura, ese cuadro tan sin sentido pudo establecer una relación entre su vida y aquel nombre, aquel departamento.
Caminó por los pastizales hasta encontrarla. Aquella flor azul de espinas rojas.
Torpemente se cortó. Sí, se cortó, y sangró. Y pensó que cada espina roja era una vida que la flor había salvado. Llevó la flor hasta la habitación y se la dio a su cumpañero, a quien debía llamar para arreglar la reunión de trabajo que se aproximaba.
Tomó el celular y marcó. Sin pensar, sin sentir, sin recordar llamó a Mateo, que atendió con una voz de agotamiento, de haberse sometido a más presión de la que podía soportar.
Y entonces Gerardo ya no recordó quién era Mateo. Era Mateo, su amigo, pero en la gran ciudad las almas se mezclan y esta voz era tan ajena.
Pero tenía la flor. Y en la flor brotaría pronto otra espina. Porque lo iban a salvar. El doctor analizó la flor largo rato mientras él, moribundo, se quejaba y murmuraba palabras de odio. Entonces Gerardo le cortó. Para qué escuchar a alguien que desconoce agredir a otro desconocido.
Y de la reunión ya se había olvidado. ¿Qué reunión? ¿Con quién? Y con el fin de recordar, buscó. Pero no encontró memoria alguna en aquel río, en aquella laguna sin peces.
Pero lo único que le importaba en ese momento era la flor. ¿Cómo una planta podía hacer tan bien a una persona? Parecía tan boba la flor en quella situación de vida o muerte en la que Gerardo no había olvidado sino que nunca se había tomado la molestia de recordar. Y se encontró a sí mismo caminando hacia ningún lugar, preguntándose aún si aquel antídoto hecho con las escamas del pez dorado no sería mejor.
Una flor. Las flores sólo sirven para ser bellas, para atraer a las abejas, para deleitarnos con sus olores, para alimentar a las ovejas. Le preguntó al doctor si no sería mejor tratar con aquel antídoto, con aquel pescado. Pero el doctor dijo que no, que la flor, que no y que la flor.
Horas estuvo caminando por esas calles que tantas veces había cruzado sin acordarse. Y Mateo y esa voz que decía cosas que Mateo nunca diría y que sentía la presión que Mateo jamás sentiría dolor, porque esa flor era todopoderosa. Mentira. El pez era mejor y él lo sabía. Entonces sin decir nada se fue a la orilla del río a tratar de encontrar el pez dorado. Y lo vio, brillando como ningún otro pez en el río y recordó, se recordó de pequeño, cuando jugaba. Recordó cuando se recibió en la universidad y se acordó de su primer trabajo.
Y sonrió, porque en la gran ciudad las almas se mezclan, pero su alma le había vuelto al cuerpo.

Ciclo vital de los peces

Ciclo vital de los peces Cuando Mario y Elsa se conocieron, fue por casualidad, como la mayoría de relaciones que duran. Elsa era joven y él también. Para mí, eran viejos los dos, pero Elsa me decía que eran jóvenes. Jóvenes. Y que la juventud y que la belleza y que Dorian Gray y bla bla bla. Me curaba una caries y me iba. Una muela y me iba. Y mientras la juventud, el cepillo de dientes y el narcisismo. Después de esas sesiones que parecían eternas, donde se violaba la integridad de mi boca, con bichitos y todo, no me quedaba otra que mirarme al espejo y sentirme fea.
Los jóvenes tenemos suerte, porque entendemos todo sin que nos lo digan, pero los grandes piensan que no nos damos cuenta de nada. Mocosos ignorantes e ingenuos. Pero tenemos algo que ellos no: juventud.
A mí lo de la juventud ni me va ni me viene, pero cuando Elsa y Mario empezaron a tener problemas, me di cuenta enseguida.
Primero porque Mario atendía el teléfono con una voz que ni te cuento. Segundo porque la sala de espera no estaba tan prolija como siempre y además los peces se habían muerto allá en lo alto del estante.
Lo que pasa es que Elsa atendía en la casa. Un extraño anexo entre el consultorio y su hogar me permitió percatarme de las anormalidades que en realidad eran normales de lo que era anormal desde un principio y que ellos suponían normal.
No, que estuviera todo así en la casa de Elsa pasó inadvertido para mi madre, pero yo veía que ya no todo era lo de antes.
Según Elsa les había llegado la vejez. Eso me dijo en un intento de explicar el cuerpo de pez muerto flotando sobre el agua verdosa que evidentemente no había sido limpiada en días. Igual, para mí, siempre habían sido viejos. Pero viejos como para dejar morir al pez, no.
Lo peor era que no se daban cuenta, o no querían darse cuenta, de que necesitaban ayuda.
Yo, dice mi mamá, como muchos caramelos y por eso tenía que ir a lo de Elsa y Mario cada dos semanas. Pero llegó un momento en el que yo hacía de su terapeuta, de su almohada (digo almohada porque a mí siempre me aconsejan que antes de tomar grandes decisiones lo consulte con mi almohada). Ella me curaba las caries y era como automático, yo veía en sus ojos que no estaba pensando en el torno sino en Mario, y en los peces.
Me contaba las barbaridades que hacía Mario. Y el pobre Mario iba y venía por la casa atendiendo el teléfono sin ganas. Yo creo que quería dejar todo e irse a vivir al campo. Sí, al campo, porque en el consultorio aademás de moldes de dentaduras que parecían sacadas de una calavera, había fotos enmarcadas de Mario andando a caballo, ordeñanado vacas y todo eso.
Y yo, yo me daba cuenta de que su amor estaba muerto. Me daba cuenta, no pese a mi juventud sino gracias a ella.

Se ahogó

-Si ella no vive, no sé vivir. Si ella no habla, no sé hablar. Si ella no sonríe, de qué me voy a reir-
-No, esa letra no me gusta, a ver, Antonio, ¿Cuándo vas a usar un poquito el cerebro? Date cuenta, date cuenta de que sos un fracaso. Yo ni dos mangos te daría por esa poesía berreta. Haceme el favor de irte. Sí, andate a fumar un pucho y despejate aunque ¡Bah! igual no sirve. Tu poesía no me sirve.-
Y Antonio se siente frustrado. Pero no frustrado como artista, sino como hombre, porque sabe que el poema representa lo que siente. Y entonces sus sentimientos son así de berretas. Él parece que no sufrió nada, que no vivó nada, que no sabe nada. Sale de la habitación aquella con olor a humedad y oscura, tan oscura. Claro, allí reina la muerte. Ahí dentro un poeta no puede escribir sobre flores y colores. Lo que vive Antonio es siempre lo mismo sólo que acorde con el lugar donde esté lo ve distinto. Lo siente distinto. Lo escribe distinto. Abre la puerta del edificio. Se ve que la muerte de Carina es tan berreta como el poema. Prende un pucho. Porque esas cosas no se venden. Plata. Eso es lo que Antonio necesita y qué asco este hombre que sin saber su vida le dice que lo que siente no vale ni dos mangos. Camina. Si lo que siente es tan común, es tan tonto, es tan berreta, para qué seguir sintiendo. A nadie le importa ya y a ese gordo infeliz, jamás le ha importado. Pero Antonio aguanta. Un día soleado y el silencio reinante. Una ventana, quizá un revólver...