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Uigui: un nombre al azar

¡Y aún dicen que el pescado es caro!

¡Y aún dicen que el pescado es caro! Cuando Gerardo se despertó esa mañana no sabía ni donde estaba ni quién era.
Sí, Gerardo, pero Gerardos hay muchos. En su departamento, pero departamentos hay tantos...
Ni cuando vio la pintura, ese cuadro tan sin sentido pudo establecer una relación entre su vida y aquel nombre, aquel departamento.
Caminó por los pastizales hasta encontrarla. Aquella flor azul de espinas rojas.
Torpemente se cortó. Sí, se cortó, y sangró. Y pensó que cada espina roja era una vida que la flor había salvado. Llevó la flor hasta la habitación y se la dio a su cumpañero, a quien debía llamar para arreglar la reunión de trabajo que se aproximaba.
Tomó el celular y marcó. Sin pensar, sin sentir, sin recordar llamó a Mateo, que atendió con una voz de agotamiento, de haberse sometido a más presión de la que podía soportar.
Y entonces Gerardo ya no recordó quién era Mateo. Era Mateo, su amigo, pero en la gran ciudad las almas se mezclan y esta voz era tan ajena.
Pero tenía la flor. Y en la flor brotaría pronto otra espina. Porque lo iban a salvar. El doctor analizó la flor largo rato mientras él, moribundo, se quejaba y murmuraba palabras de odio. Entonces Gerardo le cortó. Para qué escuchar a alguien que desconoce agredir a otro desconocido.
Y de la reunión ya se había olvidado. ¿Qué reunión? ¿Con quién? Y con el fin de recordar, buscó. Pero no encontró memoria alguna en aquel río, en aquella laguna sin peces.
Pero lo único que le importaba en ese momento era la flor. ¿Cómo una planta podía hacer tan bien a una persona? Parecía tan boba la flor en quella situación de vida o muerte en la que Gerardo no había olvidado sino que nunca se había tomado la molestia de recordar. Y se encontró a sí mismo caminando hacia ningún lugar, preguntándose aún si aquel antídoto hecho con las escamas del pez dorado no sería mejor.
Una flor. Las flores sólo sirven para ser bellas, para atraer a las abejas, para deleitarnos con sus olores, para alimentar a las ovejas. Le preguntó al doctor si no sería mejor tratar con aquel antídoto, con aquel pescado. Pero el doctor dijo que no, que la flor, que no y que la flor.
Horas estuvo caminando por esas calles que tantas veces había cruzado sin acordarse. Y Mateo y esa voz que decía cosas que Mateo nunca diría y que sentía la presión que Mateo jamás sentiría dolor, porque esa flor era todopoderosa. Mentira. El pez era mejor y él lo sabía. Entonces sin decir nada se fue a la orilla del río a tratar de encontrar el pez dorado. Y lo vio, brillando como ningún otro pez en el río y recordó, se recordó de pequeño, cuando jugaba. Recordó cuando se recibió en la universidad y se acordó de su primer trabajo.
Y sonrió, porque en la gran ciudad las almas se mezclan, pero su alma le había vuelto al cuerpo.

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