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Uigui: un nombre al azar

Espera

Espera No se sabía muy bien lo que había pasado. Yo estaba tranquila, pero Pedro no. Dio dos pasos hacia la máquina de café y luego retrocedió. Ana, que estaba sentada, se paró y comenzó a dar vueltas. Dio una, y luego otra, hasta que hizo sonar las moneditas de su bolsillo y sacó algunas. Luego se acercó a la máquina e introdujo las monedas. Tomó un vaso de plástico y el café comenzó a caer. Pedro la contemplaba, y yo también. Los zapatos de Ana sobre el piso sonaban muy fuerte. Cada paso que daba se oía por todo el edificio. O al menos eso parecía. Una enfermera pasó caminando. Su zapatos también hacían ruido, pero eran más rápidos que los de Ana. Se alejó velozmente. Ana se sentó al lado mío. Miró el café y empezó a tomar, mirando al techo, o al vaso, no sé bien. Se abrió una puerta y la enfermera que acababa de pasar entró. La puerta se cerró. Pedro volvió a caminar hacia la máquina de café, y luego volvió a retroceder. La campera que tenía en la mano se le estaba deslizando poco a poco, hasta que, en algún momento, se caería. Más pasos desde lo lejos. Era Carla, que llegaba. Todavía tenía el uniforme azul puesto, y los tacos negros. En la mano llevaba el abrigo y la cartera. Me saludó, saludó a Ana y a Pedro también.
Bueno, ¿cuál es la situación? – me preguntó
No se sabe muy bien qué pasó, pero no nos dijeron nada aún – respondí. Ana bebió otro sorbo de café. Se abrió
una puerta. La misma enfermera salió. Pasó por delante de Ana, de Carla, y mío, rozando a Pedro. Sus pasos se alejaban. Carla abrió su cartera y tomó algunas monedas. Se dirigió a la máquina de café e introdujo las monedas. Tomó un vaso y el café empezó a salir. Cuando la máquina hizo un horrible sonido, anunciando que el café ya había sido servido, Carla tomó el vaso y se fue a sentar de nuevo. Bebió un trago.
¡Esto está horrible! – exclamó. – Aguado y bien amargo. Realmente espantoso – completó. - ¿Saben dónde está el baño? Ya mismo voy a tirar esta porquería. –
Sí, creo que es por allá – dije. Carla dejó su abrigo y su cartera y se dirigió hacia el baño. Pedro seguía caminando. Ana terminó el café y tiró el vaso en un pequeño cestito ubicado junto a la máquina, sin ni siquiera pararse. Se oyeron los pasos de Carla, cada vez más cerca. Volvió a tomar asiento y empezó a mirar el piso. Ana se tocaba el pelo, ondulándolo. Pedro caminaba hacia la máquina y luego retrocedía, constantemente. Se abrió otra puerta. Los cuatro giramos las cabezas. Una enfermera rubia se acercaba con un formulario. Nos sonrió. Por un momento, creo que hablo por todos nosotros, tuvimos la vaga esperanza de que fuera a decirnos algo. Sin embargo, siguió de largo. Los cuatro la seguimos con la mirada hasta que desapareció al doblar por un pasillo. Carla volvió a mirar al piso, Ana volvió a ondularse el pelo y Pedro siguió caminando. Hacía frío en ese pasillo. La pared en frente mío tenía ventanales en la parte superior, de los cuales algunos estaban abiertos. Yo quería cerrarlas. De pronto se oyeron más pasos. Era Daniel, que había llegado. Tenía una camisa blanca, pantalón y zapatos marrones y una campera de cuero. Nos miró y sonrió.
Hola – dijo mientras saludaba a cada uno de nosotros.
Hola – dijimos Ana, Carla y yo. Pero Pedro se quedó mudo. Paró de caminar y miró a Daniel. Daniel se acercó a él y lo abrazó. Habló algunas palabras con él, pero casi murmurando, y no pude oírlos. Se sentó. De su bolsillo, sacó algunas monedas y se dirigió a la máquina de café.
No, no compres. Es horrible ese café – dijo Carla. Daniel se detuvo y volvió a meter las monedas en el bolsillo.
En cambio, sacó un chicle y comenzó a mascar. Dejó la campera de cuero a un lado y comenzó a mirar el techo. Pedro caminaba, Daniel miraba el techo, Carla el piso y Ana ondulaba su pelo. Yo contemplaba los ventanales. Quería pedirle a alguien que los cerrara, pero en ese pasillo no había nadie, y en la recepción se veían muy ocupados. En el medio del silencio, se abrió otra puerta. Una enfermera de cabello pelirrojo teñido. Al llegar a donde estábamos nosotros, se detuvo. Los tres nos incorporamos de golpe y la miramos. Ella nos miró a nosotros.
¿Ustedes son los familiares de Rocío Fernández? – preguntó. Pedro la miró
Yo soy el esposo. Ellos son amigos – dijo Pedro.
Bueno, entonces usted tendrá que acompañarme. Los amigos tendrán que quedarse – dijo la enfermera. En ese momento se me paralizó el corazón. La espera iba a ser eterna. Los pasos de Pedro y de la enfermera sonaron bien fuerte, alejándose. Abrieron y cerraron otra puerta. Los cuatro volvimos a lo que estábamos haciendo. Esos ventanales me estaban volviendo loca. Decidí que me lo iba a aguantar. Daniel se paró. Lo miramos. Se acercó al cesto de basura y tiró el chicle. Volvió a sentarse. Se abrió una puerta. Una enfermera de cabello castaño pasó por delante de nosotros. Iba caminando lentamente, examinando cada cosa del lugar. Aparentemente, no tenia nada que hacer.
Disculpeme – le dije. – ¿Podría cerrar las ventanas, por favor?-
Sí, sí – dijo. Se acercó a los ventanales abiertos y, tirando de una manijita, éstos se cerraron
Gracias – dije. Ella me sonrió y siguió caminando. Me di cuenta entonces que no tenía ahora nada que hacer, y
decidí sumarme a la actividad de Carla. Mirar el piso. Era de madera plastificada, o al menos eso aparentaba. Estaba brillante y lustroso. Se extendía desde la entrada del hospital hasta algún lugar que yo no lograba ver desde mi lugar. Comencé a mover los pies. Mi zapateo se escuchaba muy fuerte. Carla me miró. Comprendí entonces que mis pies le molestaban, y paré de zapatear. Carla se puso el abrigo y cruzó los brazos. Se despeinó completamente, por lo que se soltó el peinado. Sus hermosos cabellos rubios cayeron haciendo contraste sobre el negro tapado. Tomó la gomita de pelo y se lo volvió a recoger. Se abrió otra puerta. Esta vez, Pedro y Rocío salieron de allí. Rocío nos sonrió.
Al final era un resfrío – anunció Pedro.

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